• Artículo publicado originalmente en: www.es.aleteia.org
Entre los nombres de los nuevos cardenales que anunció Papa
Francisco durante el Ángelus del domingo 9 de octubre, hay uno que llama la
atención particularmente. Es el nombre de un simple cura, que dentro de algunos
días cumple 88 años: el albanés Ernest Simoni Troshani. El 21 de septiembre de
2014, en Tirana, Francisco escuchó su conmovedor testimonio y quedó
profundamente sorprendido, hasta las lágrimas. Abrazó al sacerdote y le besó
las manos. Don Simoni es el único sacerdote vivo que vivió la persecución del
régimen de Enver Hoxha, quien proclamó Albania «primer Estado ateo del mundo».
Y persiguió tanto a los cristianos católicos y ortodoxos, como a los musulmanes y los sufíes.
Simoni fue arrestado en 1963 por la policía comunista, y fue
liberado hasta 1990, después de una vida de trabajos forzados. «Me dijeron: tú
serás colgado como enemigo, porque dijiste al pueblo que todos moriremos por
Cristo si es necesario». Lo torturaron, después de acusarlo de haber dicho una
misa de sufragio por el alma del presidente Kennedy, que había muerto poco
antes. Simoni recordó que sí, la había celebrado, «según las indicaciones que
dio Pablo VI a todos los sacerdotes del mundo». Llevaron a su celda de
aislamiento a un amigo para que lo espiara, y como don Ernest no dejaba de
decir que «Jesús enseñó a amar a los enemigos y a perdonarlos, y que debemos
comprometernos por el bien del pueblo», la pena de muerte le fue condonada en
trabajos forzados.
«Durante el periodo de prisión celebré la misa en latín, de
memoria, y también confesé y distribuí la comunión a escondidas». Durante los
primeros años de los trabajos forzados, el sacerdote tenía que romper piedras
con un mazo de fierro que pesaba unos veinte kilos. Después, en la mina de
Spaç, bajaba por las galerías excavadas en la montaña; recuerda los castigos de
ese periodo: «uno de los más dolorosos era cuando golpeaban repetidamente los
talones con las macanas».
Pero ese sacerdote nunca renunció al Evangelio: «Celebraba
la misa todos los días, de memoria, en latín, aprovechando lo que tenía a
disposición. La hostia la cocía a escondidas en pequeñas estufas de petróleo
que servían para el trabajo. Si no podía usarla, guardaba un poco de leña seca
y encendía el fuego. Sustituía el vino con el jugo de las uvas que exprimía. Y
en invierno utilizaba el vino que me llevaban mis parientes». Incluso se
convirtió en el padre espiritual de muchos presos. Sabía que estaba arriesgando
la vida, pero repetía: «El Señor es mi pastor, nada me falta. ¡Cuántas veces
recité este Salmo!». «Con la llegada de la libertad religiosa —concluyó el
sacerdote—, el Señor me ayudó a servir a muchas aldeas y a que se reconciliaran
muchas personas con la Cruz de Cristo, alejando el odio y el diablo de los
corazones de los hombres».
Papa Francisco lo escuchó en silencio. Después, el anciano
sacerdote que pasó 27 años en trabajos forzados se arrodilló frente a él. El
Papa lo levantó y apoyó su frente sobre la suya. Después le dio un abrazo muy
largo. Papa Bergoglio lloro, aunque no quería que se viera, y antes de darse
nuevamente la vuelta hacia los sacerdotes y las religiosas que estaban a su
alrededor en la catedral de Tirana, se quitó los lentes para secarse los ojos.
«De verdad, escuchar hablar a un mártir sobre el propio
martirio es fuerte —dijo poco después el Papa a los periodistas durante el
vuelo de regreso a Roma—, creo que todos estábamos conmovidos por estos
testimonios que hablaban con naturalidad y humildad, y que parecían casi contar
las historias de las vidas de otros». La historia de don Ernest Simoni es
narrada en el libro «De los trabajos forzaros al encuentro con Francisco»,
escrito por el periodista Mimmo Muolo.
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